domingo, 5 de agosto de 2012

Misterios latinos


Me encanta tener tiempo para escribir, ahora en verano le dedico la mayor parte del tiempo a ello. Seréis partícipes de mis nuevos relatos. Ahí va uno nuevo sobre una chica que quiere adivinar quién fue el asesino de sus padres cuando ella era pequeña (original verdad). 
Espero que os guste.

Me encontraba dentro del bosque de Tena, al lado del pueblo donde antaño viví junto con mis padres, ahora lamentablemente muertos. Nunca había vuelto a aquella zona, y jamás lo habría hecho de no haber quedado con mi primo Arthur allí, en el cementerio, donde estaban enterrados mis padres. Nunca los visité, tal vez por miedo o porque no quería recordar cómo se fueron, no quería revivir ese dolor, no quería volver.
Ellos murieron cuando yo tenía diez años, recuerdo como mi madre gritaba mi nombre y como mi padre me cogía en brazos, recuerdo las llamas que inundaban el salón, los pasillos y las habitaciones, todavía puedo oír a mi hermana en el exterior de la casa, llorando y gritando, y a mi tío Edward bajo la ventana de mi habitación. Mi padre me besó en la frente y me arrojó por ella justo a tiempo de que mi tío me cogiese en brazos para poco después desmayarme.
Todos esos pensamientos, esos recuerdos llenaban mi memoria mientras avanzaba por el camino helado que conducía al cementerio. Sin darme cuenta, unas lágrimas cayeron por mis mejillas. Me limpié la cara con la bufanda que llevaba atada al cuello sin detenerme. No quería volver a pensar en ello, pero era imposible pues ya había llegado a la verja que cercaba todas las tumbas de antiguos habitantes de mi pueblo natal. Caminé entre las lápidas y los mausoleos que tenían una fina capa de hielo, intentando ver los nombres que estas tenían grabadas: Sanders, Padre Tom Neeson, O’Flaherty, Lisa Jones…cientos de nombres venían a mi cabeza de golpe, a todos aquellos a los que había conocido algún tiempo atrás se encontraban sepultados ahora, pero no había pasado tanto tiempo desde que me marché de Dora Doge, tan solo quince años, pero lo que para mi no fue nada para el pueblo resultó ser como si hubiesen pasado siglos.
Seguí andando, de pronto, una espesa bruma se había posado en el cementerio y era casi imposible ver más allá de dos palmos y fui golpeándome con todas las lápidas que se presentaban ante mí. Tardé demasiado en encontrar a Arthur pero finalmente acabamos el uno frente al otro, solo pude verle la cara: sus grandes ojos castaños y su nariz perfilada y unos labios finos en los que se reflejaba una leve sonrisa. Mirándonos, ambos en completo silencio, ninguno supo que decir hasta que el ulular de un búho sonó en todo el bosque asustándonos a los dos, entonces él abrió la boca para decir:
-Menudo lugar para construir un cementerio ¿no?, en medio de un bosque. –Dijo mientras se frotaba la cabeza con una mano perezosa.
Era una forma algo peculiar de romper el hielo, pero gracias a eso pudimos empezar con el tema de conversación por el que nos hallábamos allí.
-Gracias por venir. –siguió él-. Creí que rechazarías la invitación, pues nunca has querido venir al pueblo desde…-las palabras se le atravesaron en la garganta.
-Hace seis años que no nos vemos –dije yo con un hilo de voz.
-Desde que te marchaste de nuestra casa de Filius Doge. –Dijo con algo más de voz que antes-. ¿Por qué?, ¿por qué te fuiste?, tú hermana se quedó muy disgustada.
-Me fui porque…-ahora fueron mis palabras las que se perdieron en mi garganta-. No sé, no sé por qué me fui ni por qué os dejé allí, tal vez porque me acordaba de todo aquello.
-De acuerdo, no he venido aquí para hablar de ese pasado –dijo cambiando de tema radicalmente-. He venido a decirte que tú tío Edward, mi padre, murió hará unos dos días, y ha sido enterrado aquí, junto a tus padres.
-¿Cómo? –Dije totalmente sorprendida- ¿Por qué no lo he sabido antes?, ¿por qué no he podido ir a su entierro? –estaba conmocionada por la noticia, desconcertada.
-No fuiste al de tus padres, por qué ibas a venir a este. Tenías que saberlo, por eso te he citado aquí, porque tenías que verle, igual que tenías que ver a tus padres.
Me senté en una de las tumbas que había cerca, palpándola primero para saber que estaba allí pues era imposible ver nada. Me apoyé en las rodillas y empecé a llorar como nunca antes lo había hecho, recordando todo lo que había sucedido tiempo atrás y pensando en el por qué de mí huída, o mejor dicho, de mi intento de huída del mundo real, porque nunca había conseguido librarme de los recuerdos y de las pesadillas que invadían mi mente a todas horas. Quise dejar atrás todo aquello que era valioso para mí y ahora sí se había desvanecido, ahora no hacía falta olvidar, todo se había ido.
-Edward dejó algo para ti en su testamento. –Dijo Arthur después de dejar pasar un tiempo-. Toma, lo he traído.
Le miré y vi como sacaba algo del bolsillo de su abrigo. Extendí la mano y depositó en ella un pequeño colgante con una gran “E” algo desgastada, debía de tener muchos años porque tenía un color de bronce mate y la letra estaba difusamente grabada.
-¿Dijo algo…de mí? –dije todavía con lágrimas en los ojos.
-Sí, dijo algo para ti –se sentó a mi lado y me cogió de la mano-. Me confesó que el incendio donde murieron tus padres fue provocado.
Miles de espadas se clavaron en mi espalda y sentí como me desangraba lentamente cuando escuché esa palabra: “provocado”. Es decir, en cuestión de segundos mis padres habían pasado de morir en un accidente a ser asesinados. Era demasiado, las lágrimas brotaron de mis ojos con más fuerza, empecé a sollozar de manera más estruendosa y Arthur me agarró con fuerza intentando consolarme, pero yo gritaba y gritaba, el eco de mi voz retumbaba en el cementerio y se perdía entre los árboles del bosque. Un terrible dolor se había apoderado de mi cuerpo.
El silencio se apoderó de la zona cuando terminé mi lamento mientras Arthur seguía abrazándome.
-A mi padre le llamaban “guardián de tesoros y secretos”,-dijo rompiendo el silencio después de un largo período de tiempo- y días antes de su muerte me lo dijo y también dijo que tú podrías descubrir quién lo hizo tan solo con esto. –Dijo mientras señalaba el colgante.
-Edward, siempre con su misterio –dije esbozando una ligera risa- le encantaban los puzzles y las adivinanzas. Adiós, Arthur.

Pasaron cuatro días después de mi encuentro con Arthur y no volvería a saber de él hasta pasados varios años. Observaba el medallón horas y horas, no veía la televisión, no leía, estudiaba cada minúsculo detalle del colgante en todo momento, incluso dormía con él. Me estuve alojando en una habitación del único hostal que había en Dora Doge, volví a mis raíces porque tenía un fin, una meta. Mi tío me había encomendado la misión de averiguar quién fue el asesino de mis padres y tan solo me había dejado un medallón antiguo al que no encontraba ningún sentido.
-“Guardián de tesoros y secretos”-me repetía una y otra vez, y cuanto más lo repetía más irritada me sentía-. ¿Por qué no me diste una pista más sencilla?
Noches pasaba despierta hasta que un día ya no pude más y cansada, histérica, con los ojos llorosos de impotencia al tener una pista en mis narices y no encontrar la solución, tiré a una esquina el maldito colgante. Con las lágrimas apunto de desbordar de mis ojos me tiré al suelo asqueada, dando golpes al suelo y maldiciendo. Tumbada en el suelo pensando en todas aquellas cosas que habían sucedido en el tiempo de dos semanas desde que fui al cementerio y lamentándome por haber acudido, levanté la cabeza en dirección a la esquina donde estaba el colgante y pude verlo de una forma extraña, apoyado en el suelo abierto de par en par. No podía ser.
Me levanté corriendo y lo cogí del suelo: “no era posible, ya lo había intentado abrir antes y no lo había conseguido”-pensé malhumorada-“un maldito golpe y así se podía abrir”. Me dieron ganas de tirarlo de nuevo, pero no lo hice por miedo a que se cerrase ahora.
Lo coloqué en la mano y lo observé impaciente. En la cara izquierda del medallón había un sucio y desgastado espejo en el que apenas se podían reflejar las cosas, y en la cara derecha una inscripción extraña que rezaba:
“13,5,1 – 3,21,12,16,1”
“CAYÓ DEL
CIELO DE
LLAMAS
EXTENDIDAS POR
MI SOMBRA”
“13,5 – 16,1,5,14,9,20,5,20”
Me levanté muy despacio sin dejar de observar la nota. Retrocedí con los ojos clavados en el medallón hasta llegar a una mesa. Lo solté y busqué un cuaderno y un bolígrafo en la maleta que se encontraba en el suelo tirada. Volví a la mesa y me senté a ella frente al colgante, apunté la inscripción y los números que en ese momento no significaban nada, y me puse a pensar sobre el por qué de ello.
Apunté en la hoja todo aquello con lo que podía relacionarlo: números de teléfono, direcciones…pero después de llevar horas y horas frente a la hoja pensando en un posible significado una idea pasó fugazmente por mi cabeza y empecé a apuntar el abecedario en otra hoja y a colocar números ordenadamente bajo las letras. Después fui buscando las letras que correspondían a los números y una fuerte presión me inundó el pecho cuando descifré el mensaje numérico:
“13,5,1 – 3,21,12,16,1”
“MEA – CULPA”
[…]
“13,5 – 16,1,5,14,9,20,5,20”
“ME – PAENITET”
Era latín, no cabía la menor duda, por suerte lo aprendí en el colegio aunque de eso hacía ya algunos años, pero pude traducir la primera parte: “mea culpa” significaba “por mi culpa” (no hacía falta saber mucho de latín para descubrir su significado), ahora tenía que hallarle un sentido a esa parte del mensaje: Por mi culpa cayó del cielo de llamas, extendidas por mi sombra “me paenitet”. Tenía que traducir también aquello.
       
Decidí esperarme a la mañana siguiente para acudir a una pequeña librería de Dora Doge para preguntar sobre las palabras en latín que no podía traducir pues la que ahora se encargaba de la tienda fue profesora de literatura en la escuela del pueblo.
-Pensé que tal vez usted podría ayudarme con esta pequeña traducción –le dije a la señora cuando llegué a la librería.
Era una señora menuda, con el pelo cano y largo recogido en una coleta, unas gafas redondas y pequeñas le colgaban del cuello por una fina cadena de color castaño,  algunas arrugas en la cara la delataban sobre su edad, debía de estar bien entrada en los setenta e imaginé que se dedicaba a aquello por placer. No hacía más que moverse de un lado a otro en un espacio sumamente reducido y yo la seguía intentando que me prestase atención.
-Veamos…-dijo después de colocar un pesado libro en una de las estanterías que estaban frente al mostrador- ¿Por qué me estás interrumpiendo?
-¿Podría usted ayudarme con la traducción de estas palabras en latín? –repetí con parsimonia.
Pero la señora no me hacía caso, otra vez volvía a moverse y colocaba y cambiaba de lugar libros que ya habían sido ordenados. Entonces, cuando estaba a punto de desistir, la mujer se sentó en la silla del mostrador de cara a mí y me dijo:
-Dime, ¿qué es lo que te aflige?
-¿Me puede ayudar con esta traducción en latín, si es tan amable? –dije algo agobiada mientras le enseñaba un fragmento de papel en el que estaban escritas las palabras “me paenitet”.
-¿“Me paenitet”? –dijo con voz seca. Se levantó y se dirigió a una tras tienda, volvió en segundos con un libro muy pequeño, lo dejó en la mesa mientras se volvía a  sentar, lo abrió y recitó: “Ferte in noctem anima mea, Illustre stelle via mea, Aspectu illo glorior, Dum capit nox diem […] Decite eis quos amabam, Numquam obliviscar”.
Me quedé atónita, apenas entendí una palabra de las que había dicho-mi latín no era tan bueno como yo creía-pero sabía que de entre aquellos versos que había leído no se encontraban las palabras que yo quería, ni rastro de ellas, así que decidí preguntar.
-¿Y…esto que tiene que ver con las palabras que le he dicho?
-Nada, pero es muy bonito lo que te acabo de leer, y nunca adivinarías de dónde lo he sacado –dijo con una voz muy alegre.
Estaba apunto de estallar pero la mujer tuvo que ver la ira en mis ojos porque en seguida dijo:
-Me paenitet significa “lo siento” o “me arrepiento”

Salí de la tienda totalmente ofuscada, pero dentro de mi irritación podía hallarse una gran alegría por haber encontrado el significado a aquellas palabras. Volví a la habitación corriendo sin dejar de pensar en ello.
Llegué y volví a coger el medallón que seguía abierto encima de la mesa y lo leí nuevamente todo traducido: “Por mi culpa. Cayó del cielo de llamas, extendidas por mi sombra. Me arrepiento”.
No me hizo falta volverlo a leer porque estaba claro lo que significaba; mi tío Edward había provocado el incendio en mi casa matando a mis padres, yo fui arrojada por mi padre desde la ventana de una habitación en llamas y se arrepentía por ello.

A la mañana siguiente volví al cementerio por el oscuro bosque, estaba nevando muy suavemente y fue más complicado hallar el sendero que conducía hasta allí pero, finalmente, me encontré frente a la verja metálica que lo cerraba. Las tumbas se encontraban cubiertas por una capa de nieve nueva, tan blanda y tan brillante que parecía que había sido colocada copo por copo encima de cada una de ellas.
Anduve a tientas buscando la lápida que llevaba los nombres de mis padres y de mi tío, quitando la nieve de cada losa queriendo encontrarles hasta que la vi difusamente. Pasé la mano por ella y lo primero que vi fueron los nombres de mis padres tallados en la fría piedra: “Hugo y Emma Nighy” y bajo estos estaba su epitafio, una cita bíblica muy conocida: “El amor es paciente y muestra comprensión. El amor no tiene celos, no aparenta ni se infla […] perdura a pesar de todo, lo cree todo, lo espera todo y lo soporta todo”. Miré más abajo buscando ahora el de mi tío, arrastrando la nieve que lo tapaba contemplé también su nombre: “Edward Nighy”, también tenía una frase que rezaba: “La verdad, terrible y hermosa, ha de tratarse con gran cuidado. Mis restos mortales ahora buscan el perdón”

Supe que lo decía para mí y algo me impulsó a decir en voz alta:
-¡No pidas perdón, no pidas mi perdón! –Dije con lágrimas en los ojos y con la voz rota-. ¡No tengo que perdonar nada!
Sabía que él había provocado el incendio, sabía que él había sido el culpable de la muerte de mis padres, pero era mi tío y también sabía que me quería y tal vez porque se sentía culpable nos cuidó a mi hermana y a mí, pero nunca nos trató mal.
A lo mejor fue un accidente, a lo mejor fue por una disputa con mis padres, quién sabía los motivos de sus actos. No podía juzgarle, nunca lo haría. La razón de sus acciones era lo que yo no podía saber y lo que nunca llegaría a averiguar. Los fantasmas de mi pasado se habían desvanecido, ya no sentía dolor por ir a Dora Doge y ya no temía nada.

El misterio de la muerte de mis padres no se había resuelto, pero sabía quién había sido y eso ya me dejaba dormir por las noches.
       
Gracias!

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